NADA Y VACIO.

 

De la nostalgia del Occidente y de otros alumbramientos no menos verdaderos.

 

Hashim Ibraim Cabrera
Diciembre, 1999.

El texto bien podría comenzar con el encuentro, veinte años atrás, en un espacio que la necesidad interior de Jacinto Lara había consagrado a Marcel Duchamp ya los surrealistas. La materia de los sueños estaba allí desperdigada y era, lo recuerdo muy bien, más visible que los cientos de objetos que tapizaban sus muros.
 
Éramos entonces, sin demasiada conciencia de ello, sujetos activos de la crisis final del antiguo espíritu ilustrado y andábamos a la caza de referencias. En aquel naufragio feliz de la contracultura buscábamos otras visiones del mundo porque para vivir -y aún para pensar- las descripciones con que contábamos nos resultaban insuficientes e inadecuadas.
 
En aquel momento transicional pude contemplar la lucha denodada que Jacinto mantenía con el Tiempo. Había en él, lo recuerdo muy bien, un sentimiento de escepticismo hacia aquello que la razón ilustrada nos estaba legando, y una necesidad de ampliar los límites de la conciencia que encontraba entonces su medio de expresión en los postulados de un Baudelaire o de un André Bretón, sostenidos por un modo de hacer que, me decía, había aprendido en Venecia, en el taller de Andrea Rivellino, quien lo inició en los misterios del tenebrismo y le reveló algunas de las técnicas secretas del Caravaggio: un inevitable crepúsculo se adivinaba siempre en el horizonte de las figuras, una suerte de trompe l’òeil del medio, del fondo, que era entonces paisaje crepuscular.
 
Las obras de aquel tiempo surgían en una ciudad meridional, en una Córdoba provinciana que había solventado su compromiso con las vanguardias en un único, antiguo y admitido episodio -la adscripción, más o menos velada, de Julio Romero de Torres al movimiento simbolista- que serviría de pretexto 'estético', desde entonces y hasta ahora, a los rancios coleccionistas y decididores locales para mantener en la sombra a aquellos intelectuales y artistas que osaban proponer los últimos relatos de una Modernidad que afloró en las décadas finales del siglo, quizás muy tarde, en el momento en que se decretaba su disolución. No imaginábamos entonces que el final de una edad iba a servir de excusa para decretar también el fin de la Historia.
 
Yo sentí que las voladuras de aquellos cuadros incomunirealistas trataban de apuntalar conscientemente la última imagen de las Luces, el epílogo de su discurso plástico y gnoseológico en un tiempo y lugar ya no tan alejados de la metrópoli, reivindicando incluso la figura como soporte sintáctico, tal vez como síntoma de un temor secreto a la deshumanización de la vida cotidiana, a la desacralización y a la pérdida de sentido que implica todo cambio que no nos acerca sino que, por el contrario, nos aleja más y más a unos de otros.
 
Los proyectos, las asociaciones de artistas, la lucha conceptual e ideológica, las exposiciones, los talleres... el compromiso social, años de intenso trabajo por el reconocimiento de los nuevos lenguajes, de las 'otras actitudes' en definitiva, por el reconocimiento de la diversidad, lucha sostenida frecuentemente por los cultivadores de la creación. las conversaciones con Santiago Bravo sobre la ética de la creación y la visión contemporánea. La sensación de que los tiempos estaban cambiando demasiado deprisa.
 
Pero en aquéllas duras batallas que parecían librarse contra el tiempo, contra las ideas hechas y los estereotipos, contra todo manierismo, se iban afinando la percepción y aguzándose las armas dialécticas. Un cierto radicalismo en lo externo, viviendo sólo aquellas nuevas situaciones que no implicaban una pérdida de la sensibilidad, de la capacidad emotiva e incluso del sentido. Una visión que, poco después, acabaría siendo bastante minoritaria.
 
Los tiempos dieron lo que tenían que dar, lo único que pudieron dar. Había que estar dispuesto a atravesar aquel desierto, pero la única forma de conseguirlo estaba en darse cuenta de que existía realmente la posibilidad de encontrar un oasis en medio de las desoladas arenas de los ochenta.
 
La secuencia que iba desde un sentimiento de despropósito existencial hasta el viaje consciente por una realidad plena de significado se produjo luego como transición entre imagen y forma, como vivencia simbólica renacida entre las cenizas de las viejas alegorías, cuando todo intento de proponer una solución o de mantener un relato estaba siendo abolido. El abrazo del reconocimiento entre autor y obra se articulaba tratando de proyectar alguna luz sobre las conciencias que no querían renunciar a su humanidad, al sentido de humanidad que aún se tenía por verdadero.
 
Tras el asco de Sartre llegaron la desesperación y los suicidios de los últimos ilustrados franceses, Michel Foucault y Louis Althusser. Sus muertes escenificaban un claro sentimiento de fracaso racionalista, al menos de aquel racionalismo que se había constituido negando -en el mejor de los casos se limitó a ignorar- otras facetas no menos humanas de la conciencia. La rendición ante la razón pragmática estaba teniendo como consecuencia otra claudicación, si cabe más preocupante, ante la tecnología y su inevitable intromisión en el terreno del pensamiento. La razón tecnológica estaba sumiendo a muchos intelectuales en una profunda precariedad, abandonados a una especulación que no encontraba su legitimidad ni su sentido, reducido su discurso al de los sofistas -quizás de ahí partiera la admiración de Jacinto por Balthus-, mientras las obras de ingeniería mental especulativa se dispersaban como el humo de un fumador terminal entre balbuceos cibernéticos.
 
Era, también hay que decirlo, una ciudad que comenzaba a despertar del sueño de su historia, y que ahora se daba cuenta de que había participado de esas vanguardias que ahora parecían remitir. El trabajo de los artistas del Equipo 57 había creado la referencia y el precedente veinte años atrás. El listón estuvo entonces muy alto. (Cuarenta años después, Ibarrola regresaría a Córdoba con su instalación del bosque de traviesas totémicas y ferroviarias). Pepe Morales y Paco Aguilera Amate pintaban y polemizaban entonces y nos enseñaban sus obras sorprendentes.
 
Más tarde aparecieron los padres del pensamiento postmoderno denunciando y aclarándonos la situación- el relato de las luces, con sus héroes del saber que laboraban en pos de la paz universal, había naufragado en el océano de la información. El criterio se había perdido irremisiblemente en las aguas telemáticas del nuevo paradigma, reducida su cualidad básica a la performatividad, a la eficacia. "El conocimiento -nos lo dijo Lyotard- es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción-. en ambos casos para ser cambiado." En ese tiempo, ya bastante avanzada la década, el espíritu revisionista se había adueñado de las conciencias, y las obras del antiguo taller exploraban ahora las insignes pinceladas de los precursores. Recuerdo bien a Jacinto investigando incansablemente a Monet, Morandi, a Vermeer...  consciente a la vez de su vigencia y de su obsolescencia, viviendo sus obras como alguien que las sabe destinadas a la desaparición y al sinsentido pero con una lúcida y sincera nostalgia de la historia del arte.
 
Hubo en ese tiempo un cambio hacia la trascendencia, una sincera búsqueda de la luz, que aparecía entre las pinceladas impresionistas, en el fondo crudo de las telas, un vacío que estaba haciendo posible la iluminación del espacio pictórico que surgiría más tarde con toda su rotundidad y sin concesiones.
 
Tal vez por ello, cuando el pensamiento único que sólo admite su propio discurso y ahí es donde residen su arrogancia y probablemente su debilidad comenzó a revelarnos sus intenciones totalitarias, su etnocentrismo cultural y moral, Jacinto Lara volvió su mirada hacia otras tradiciones, hacia otras visiones del mundo, deseoso de encontrar una respuesta sugerente y no un mero inventario de los despropósitos de una cultura que sólo podía articular la solución del suicidio. Y quizás también habría que buscar ahí la razón de su meditación sobre Rothko, víctima epigonal del compromiso con una cultura que, en un sentido tal vez maximalista pero no menos cierto, desaparecía en aquellos momentos.
 
También entonces me contaba Jacinto sus alegrías, en los encuentros con Paco Giner de los Ríos y con su legado de la Institución Libre de Enseñanza, casi en la saga contemporánea de Federico García Lorca, en Nerja, lo recuerdo muy bien. Hermanos aquellos del exilio que lo fueron del pintor montoreño Antonio Rodríguez Luna, en quien muchos descubrimos una obra de profunda calidad plástica, moderna en el sentido menos sospechoso del término, que cruzaba el océano buscando los paisajes y luces que inspiraron al artista en su infancia y en su juventud. Creo que aquel momento nos influyó a todos especialmente, de manera muy positiva. Aquella fue una referencia importante.
 
Así, junto a la nostalgia de las Luces -Velázquez, Escher, otra vez Vermeer, Morandi, Rothko- comenzaron a aparecer símbolos verdaderos, encontrados en la periferia de la metrópoli, entre aquellos pueblos que viven hoy amenazados por ese pensamiento que tritura sus relatos en el molino de las utopías telemáticas para obtener la harina blanca y homogénea que tanto aprecian los mercados, aunque éstos sean ahora los de la información y las ideas. Para nada importa que los seres humanos sufran tormentos morales o sociales, porque su sacrificio está haciendo posible la tecnología que salvará del dolor y de la esclavitud a los supervivientes. Se toleran las distintas cosmogonías en el museo telemático de McLuhan pero no la verdadera disidencia, la que propone otros modelos de sociedad, otros presupuestos existenciales.
 
Pero en esa neutralización de las narraciones, algunos no pudimos dejar de ver el viejo relato que siempre se fundamentó en la abolición de aquéllas, un relato claramente interesado en mantener activa una supermaquinaria social llamada mercado. Hasta qué punto íbamos a ser capaces de conciliar nuestra necesidad de sentido existencial con los requerimientos de las nuevas prácticas y los nuevos lenguajes era una de las cuestiones que más nos preocupaban.
 
En esta transición Jacinto se encuentra con otras culturas que conservan –viva aún, aunque en un estado de deterioro progresivo- su memoria imaginal, la imaginación creadora, el sentido del diálogo y de la vida sentimental, sus libros y ocupaciones cotidianas. Trabajando culturalmente 'allen mar', en Nicaragua, con esas comunidades que hoy escenifican trágicamente su rendición y su necesidad de reciclaje, y que nos regalan sus tesoros arqueológicos, sus mitos y símbolos fundamentales Jacinto renuncia a su propia visión, escucha atenta y humildemente al otro, y ahí comienza a manifestarse el sentido. En la profunda depresión socavada por el desenlace de los últimos ilustrados germinaban ahora otras semillas que venían de tierras ignotas y lejanas, otras prácticas e ideas. La contracultura nos abrió los ojos a ciertas visiones que hasta ese momento habían sido coto casi exclusivo de orientalistas y estrategas, quienes las habían mantenido ocultas bajo los tópicos y las definiciones interesadas, por razones "de estado" normalmente.
 
La serie "De la desaparición de los Héroes" prefigura de manera ejemplar esa conciencia de la que, hablo. Los mitos fundacionales del imaginario europeo - Orfeo, Desdémona, Ícaro... - aparecen decodificados y reducidos a su nombre o a su imagen. Tal vez en esa serie exista una voluntad de decirnos que, en resumidas cuentas, aquellos héroes que mantuvieron durante siglos una función gnoseológica, hoy sólo son un nombre o una imagen descontextualizados, reducidos a ocupar su lugar inamovible en los archivos del software global. En ese sentido, Jacinto se sirvió del mito, en este caso el de Ícaro, para manifestar el desenlace fatal del ser humano en su empeño por alcanzar la Luz y obtener el conocimiento. El diálogo con Juan Zafra, amigo y escultor de metales aéreos, fructificaba en la expansión de sus conciencias (resulta por lo menos extraño usar el plural), en el tránsito hacia la comprensión de la vida contemporánea, la única real y posible.
 
El fin de la historia se proclamó oficialmente desde las universidades norteamericanas. El edicto es redactado por Fukuyama cuando comenzamos a darnos cuenta de que el problema medioambiental y la reducción de la biodiversidad son sólo una consecuencia -y no la más peligrosa- de la estrategia globalizadora. La disolución de las culturas en las prácticas del mercado global y su progresiva adaptación al protocolo de las nuevas tecnologías alcanza, al decir de algunos, una situación de irreversibilidad mucho más peligrosa aún que la destrucción de los ecosistemas.
 
El pensamiento único es arrogante y totalitario. La paz que propone sólo alcanza a quienes se rinden a su algoritmo-. Vida versus Mercado. Para ello la cultura ha de ser reducida al ocio, al entretenimiento, a la terapia ocupacional. Sólo es cuestión de tiempo.
 
Esa situación de rendición de la cultura vino precedida de un proceso desacralizador que tenía -y tiene aún, porque son procesos que se solapan en el tiempo- por objeto preparar a los individuos para ser instruidos en la nueva liturgia de los media, para ser marcados con el hierro ecualizador de la renovada ideología 'neoclásica'.
 
Una de las herramientas más poderosas que casi siempre maneja la ideología única es sin duda la descontextualización de prácticas e imágenes. En el vasto redil de las autopistas de la información todo tiene cabida tras sufrir unas simples operaciones de conversión de formato. Podemos acceder a la memoria profunda de los pueblos si cumplimos estrictamente las indicaciones del protocolo, pero las enriquecedoras diferencias que han sobrevivido hasta ahora pierden casi todos sus rasgos genuinos al aparecer ante nosotros como imágenes digitalizadas listas para su tratamiento y manipulación, dispuestas a su recicla e ad infinitum.
 
Y en ese momento del proceso nos encontramos con una idea central que es ahora una transmutación del sentir, un verdadero compromiso con lo vivido y con lo pensado.
 
Nada y Vacío no son sinónimos sino términos que indican estados diferentes que corresponden a visiones que poco tienen en común.
 
Nada es un término negativo, un adverbio cuantitativo que indica una carencia o negación taxativa de algo: "No hay nada", "nada mas". Siempre presupone un objeto que no está o que no existe. Por el contrario, las consideraciones de Rothko sobre la muerte se muestran como una rendición al vacío, al interior imaginal que vive en la pintura, en el cuadro. Jacinto soñó a Rothko en aquel espacio cualitativo, desocupado y vacío que nos presenta -ya no como espectadores, como seres que nos enfrentamos a un objeto o a una visión- un espacio y tal vez un tiempo, un incesante transcurrir hecho de estados.
 
Verdadera paradoja la de ese vacío que, tras aniquilar nuestra razón, casi siempre nos invita a ocuparlo, que nos sugiere posibilidades y nos permite abrir los recios, por invisibles, barrotes de una cárcel cultural que nos mantiene tranquilos mediante sus prácticas y definiciones pero que trata de impedirnos también -con sus afirmaciones implícitas rara vez reconocidas- la creatividad, la hermandad y la trascendencia. Ese vacío nos ayuda a comprender a nuestra propia razón, vista desde la distancia de la pura conciencia, y nos revela también que el nuevo -o viejo- pensamiento totalitario necesita prescindir no sólo de los héroes sino también de los valores que éstos encarnaron.
 
La meditación coincide entonces con el diálogo que el artista mantiene con su sí mismo, en el cuadro, en un tiempo que ya no es de nadie ni puede ser medido y ni tan siquiera vivido. Un océano recorrido de sensaciones todavía inunda al pintor que nada ya sin ansiedad ninguna, con la memoria clara, con ese silencio que necesita para practicar el recuerdo, para encontrarse como forma pura -maleda necesaria e inevitable- o como el color que aún utiliza para decir lo que quiere decir, las pinceladas en los espacios, desde la profundidad, trabajando bien el fondo, siempre animado y sonoro.
 
No pienso yo que hayan desaparecido todos los héroes. Al contrario, cuando nos hemos dado cuenta de la mentira y verdad que se esconden en la trastienda de toda mitología, la vida cotidiana adquiere profundidad y sentido. Ya no tiene el buscador miedo a las grandes palabras ni a las ideas que viven en ellas. Nada y Vacío, como Ser y No Ser, aún sólo como meras palabras, se escriben y se pronuncian todavía. Hay aún tiempo y lugar para trascender a ese yo que nos separa de los otros, Tiempo para la comunicación, espacio para la visión compartida. No podría ser de otra manera si tenemos en cuenta que el combate librado lo ha sido contra el manierismo, contra la estética en su sentido más convencional y, sobre todo, contra la mentira que tan fácilmente se cuela en el discurso del Arte.
 
Si, por un lado, la rebelión contra las máquinas no puede constituir hoy una premisa ideológica defendible porque aquéllas hace ya tiempo que forman parte de nuestra vida cotidiana e incluso de nuestra fisiología -El buen salvaje rousseauniano está bien enterrado en el imaginario- por otro, la pérdida de aquello que sentimos como cultura nos hace navegar en las aguas desconocidas de un nuevo paradigma.